La violencia sexual no puede ser una lucha anticolonial, de Catrin Lundström – 9 de marzo de 2024

Después de más de cien días de bombas cayendo sobre Gaza, decenas de miles de civiles muertos y millones de personas huyendo para salvar sus vidas, casas y mezquitas arrasadas, escasez desesperada de suministros, yo, como a muchos otros, fui instada a adoptar una postura, por amigos y especialmente por colegas palestinos internacionales, que o han caído en desgracia, o han sido despedidos por adoptar una postura. Aun así, no puedo olvidar la imagen del cuerpo semidesnudo de la mujer israelí tendido en la plataforma del camión, bajo las piernas de los combatientes de Hamás que exultaban con las armas en la mano. Para mí, plantea la siguiente pregunta: ¿qué nos queda si no caracterizamos la agresión sexual -o, más concretamente, el apuñalamiento, el corte de senos y el disparo en la cabeza durante la violación- como expresiones de resistencia?

Un reciente informe, de 23 páginas de la ONU, elaborado el 4 de marzo por Pramila Patten, Representante Especial de la ONU sobre la Violencia Sexual en los Conflictos, muestra que existen fuertes indícios de violaciones colectivas y de tortura y abusos sexuales a mujeres que fueron atadas, asesinadas y con sus genitales mutilados, en al menos tres kibutz a lo largo de la frontera de Gaza durante el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023.

Ya el 17 de octubre, la socióloga franco-israelí Eva Illouz pidió a la izquierda, en el periódico sueco Dagens ETC, que no ignoraren el “asesinato masivo de civiles inocentes en sus hogares, la violencia indiscriminada contra mujeres, ancianos y niños, y los secuestros masivos de ciudadanos israelíes” en las declaraciones que sabía que se avecinaban.

Desde entonces, varios académicos, comentaristas y periodistas han hecho contribuciones políticas mucho más informadas a esta sórdida historia de lo que yo soy competente para hacer.

Por esta razón, me quedo con la judía muerta. Sin duda, ella encarna una serie de privilegios en este contexto particular, en contraste con las muchas mujeres palestinas pobres y anónimas de Gaza que actualmente ven cómo sus hijos mueren de hambre.

Mattias Gardell, profesor de religión comparada en la Universidad de Uppsala (Suecia), declaró en la revista Parabol (3/23), poco después del atentado del 7 de octubre, que “nosotros” tendemos a identificarnos con la “guerra de la civilización contra la barbarie”, que “desde el comienzo del colonialismo se ha caracterizado por la superioridad militar-tecnológica”. Sentimos sobre todo por las vidas en las que nos reconocemos, basándonos en “nociones normativas de vidas dignas de ser vividas, vidas civilizadas, decentes y bien ordenadas en un entorno reconocible”, argumentó Gardell, inspirándose en el razonamiento de la filósofa Judith Butler sobre las «vidas lamentables».

En consecuencia, deberíamos poder lamentar la muerte de la mujer del camión, si no fuera israelí. Así es como se sintieron muchas mujeres judías de todo el mundo cuando, en noviembre de 2023, se unieron bajo el lema #MeTooUNlessURAJew, una respuesta a lo que consideraban el retraso de ONU Mujeres en condenar las brutales violaciones cometidas el 7 de octubre (cosa que hicieron dos meses después). Por su parte, varias feministas pro palestinas de izquierda de todo el mundo lanzaron acusaciones de “pinkwashing” y “feminismo colonial”. Esto a pesar de que la ONU ha declarado la violencia de género sistemática delito penal en virtud del derecho internacional.

Al contrario de los hombres, las mujeres no representan a la nación. La simbolizan, afirma la profesora británica de geografía Joanne Sharp. Como portadoras de las ideologías de la nación, las mujeres tienen la tarea de marcar las fronteras de razas, clases y grupos étnicos, principalmente como madres, pero también como esposas e hijas. Esto hace que la mujer israelí sea especialmente significativa como presa. No sólo es un símbolo del judaísmo, sino también de la nación y el Estado de Israel. El poder sobre su cuerpo se convierte así en una humillación del hombre israelita, del soldado y del poder militar.

Otra mujer muerta que demostró la función simbólica de la mujer fue la iraní-kurda Jina Mahsa Amini, cuyo trágico destino fue el punto de partida del levantamiento feminista de Irán en septiembre de 2022. Era fácil identificarse con Amini, porque estaba en el lado correcto para todos, salvo del régimen iraní.

El ecologista humano sueco Andreas Malm, también en Parabol (23/3), criticó las reacciones de consternación que siguieron al pogromo de Hamás, como si sus acciones fueran la expresión de “terror no provocado, pura maldad y barbarie en estado puro”. Malm nos dice que en eso consiste la “lucha anticolonial” armada. Y con este planteamiento en realidad sólo hay dos bandos: el bando del colonizador y el otro bando de los oprimidos. Y para el propio Malm, sólo un lado.

¿Qué espacio queda para las mujeres en esta disposición? ¿Quizás la mujer israelí del camión era una de las simpatizantes de los colonos de Benjamin Netanyahu? Probablemente no. ¿Quizás las mujeres palestinas – cuyos hogares y familias están siendo destruidos- también temen a la organización teocrática y represiva Hamás? No es improbable.

La socióloga Eva Illouz observa en el periódico israelí Haaretz (3 de febrero de 2024) que el complejo sistema de pensamiento del mundo occidental en torno a valores fijos y normativos como la igualdad, la democracia, la libertad de expresión, la diversidad y la tolerancia se ha reducido durante este conflicto a dos polos mutuamente homogéneos: la islamofobia y el antisemitismo, y no pocas veces entre personas que no conocen en profundidad ninguno de ellos.

Muchos han señalado los problemas de esta dicotomía. Pero otros han pedido que se adopte una postura ante este genocidio potencial. Esto es comprensible, y no hay que subestimar la importancia de los movimientos populares de protesta. Pero a pesar de las voces que afirman defender a “las mujeres y los niños” (a menudo juntos), veo pocas perspectivas que tomen como punto de partida la implacable violencia sexual de Hamás contra las israelítas en el festival, o las voces de las mujeres palestinas que se oponen al régimen patriarcal y antidemocrático de Hamás.

Los teóricos poscoloniales hacen hincapié en la dificultad de hablar y representar al subalterno. Lo que podemos hacer es crear espacios discursivos para estas voces. Y desde nuestra distancia segura y “moldeada por la paz”, también deberíamos ser capaces de crear espacios para la mujer israelí mutilada y muerta, y abrir la posibilidad de también llorar su muerte, a pesar de estar en el lado “equivocado” de las líneas del conflicto – que, en este caso, son más de dos.

Catrin Lundström es catedrática de Etnicidad y Migración en la Universidad de Linköping (Suecia).